Con la soledad cogida de la mano

Y de nuevo me invade esa sensación de calma que precede a la tormenta. Sin embargo, esta vez me acompaña también la quietud total del exterior. En las escalofriantes calles acalladas repiquetea el eco de mis teclas, como los pasitos de un ratón que se aventura al peligro asomando tímidamente su hocico al abismo de lo desconocido. El frío que congelaba mis pies y las ventanas cerradas se fue sin despedirse, abriendo paso a la brisa fresca que llega del mar con sabor a esperanza. Las plantas claman el aguacero de la noche pasada. Empapadas, las copas de los árboles rebosan nidos de pájaros y de sueños de quienes posan sus miradas desesperadas en ellas, desde los barrotes que encierran sus muros. De repente, un pitido colapsa el oído derecho y ya no distingo si la tensión está fuera o dentro. Mágica, la campana reclama su momento de gloria y enaltece su canto con el entusiasmo de no ser confundida entre los ruidos mundanos de la ciudad despierta. Yace y yacen con ella los edificios adormilados en los días que pasan sin diferencia, uno tras de otro, desfilando en la misma línea recta ficticia de siempre, que hoy se antoja algo más cuesta arriba. Parpadea la luz de colores  de una ventana y el reflejo de las farolas espía de frente mi relato. El silencio resulta pesado por todos los sueños que sostiene en su regazo, pesan las horas de este cuento encadenado. Largas como la llama de una vela recién encendida titubean las noches bajo un cielo nublado, que deja caer a ratos sus gotas naranjas por el reflejo de todas las mentes voladoras. Un día más se avecina tras unas cuantas horas de murmullos extraños, de recuerdos ahogados en una garganta oxidada por los años. Un papel desdibujado persiste en la incansable espera que tiñe de indiferencia estos tiempos mojados de un escenario inédito y yo lanzo un grito desesperado hacia lo más alto esperando con los brazos abiertos la trayectoria de su caída estrellándose contra mi llanto.

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