Quién sabe

Quién sabe por qué la lluvia inspira a escribir. No cualquier lluvia, una llovizna primaveral o el rocío de la mañana pueden pasar desapercibidos a los pensamientos vagos del escritor. Pero uno no puede contra esa lluvia de tormenta, de rayos y centellas, de gotarrones que repiquetean cambiando de color las rayuelas, de truenos amenazadores que retumban entre las calles estrechas de la ciudad y aturden. Los relámpagos atronadores asustan a las almas desvalijadas que merodean por las avenidas y los grupos de turistas huyen desorientados hacia cualquier cobijo aún con la sombrilla de la playa bajo el brazo. Son estas tormentas locas de verano las que nos dejan sin palabras, las que cubren de un silencio sepulcral el frenético ritmo de las urbes. Las que cambian el espléndido sol de agosto por una repentina colcha de nubes empapadas que descargan su furia contra el inframundo. No importa qué o quién haya debajo, todos recibimos el castigo del cielo enfadado. Parece que se va a caer el techo del mundo sobre nuestras cabezas y sin remedio pereceremos navegando hasta el mar abierto que nos recogerá con el tierno abrazo de las olas.

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