Tormenta de agosto

Llueve en una tarde de agosto cualquiera, 
y los guiris corretean de un lado a otro buscando refugio 
¿no era Barcelona la eterna ciudad de sol y playa? 
se preguntan los que tienen más pinta de nórdicos. 

Es divertido verlos deambular entre paraguas, 
arrimándose a los rincones bajo un balconcito de esos tan cute que salen en las postales
 y que tanto les gusta fotografiar tomando instantáneas de vecinos haciendo su vida habitual.

Tengo la privilegiada vista de pecera 
que me encierra entre cristaleras todas las tardes. 
Me inquieta la sensación de eternidad que hay en la rutina 
y las horas que se apelotonan en estos veinte metros cuadrados, 
horas que se esfumarán el primer día de un nuevo ciclo 
que siento que está por llegar. 

 ¿Cuánto tarda la costumbre en aparecer? 
¿Qué tan reales son las ideas preestablecidas que hay en mi mente? 
¿Los primeros impulsos que responden a los estímulos conformando la falsa idea de lo que los demás llaman Laura? 

Un grupo de guiris en bicicleta detiene su tour ante el panorama incesante de tormenta 
y se sacan una foto dentro de bolsas de basura negras empapadas. 
No creo que la suban a su álbum de recuerdos en redes, 
no queda cool viajar a Barcelona en agosto y que haga... ¿mal tiempo? 

 Al escribir el título del relato 
me sacude un recuerdo: una tormenta de agosto de hace algunos años. 
Cuando me encarraban otros veinte metros cuadrados, 
muy cercanos a los de hoy, en otra realidad distinta, que configuraba mi rutina y que parecía también eterna. 

La vida está formada de pequeñas rutinas eternas encadenadas 
y uno siente siempre insatisfacción en cada una de ellas 
y trata de hacerlas más amenas distrayéndose en los huequitos que quedan, 
proyectando siempre en adelante la siguiente página perpetua.

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